Trapos sucios


«Mi padre es mi madre y mi madre es mi padre». Se lo decía a otras niñas sin entender mucho de géneros y roles. Decía lo que sentía: era mi verdad. Qué modelo de madre pudo tener mi padre, que perdió a la suya a los once años, no lo sé. De niña recibí de él su cariño y un mar de emociones que arropé durante bastante tiempo con el nombre de ternura. A cambio yo le brindaba mi amor incondicional. Que mi padre muriera era el más terrible de los pensamientos, mucho peor que el de mi propia muerte. Supongo que esta relación paternofilial condicionó de por vida mi trato con los hombres: siempre he tenido buenos amigos, amigos verdaderos varones. Sin esa huella masculina, mi biografía sin duda sería otra.

Mi madre. Universitaria, formada, mi madre representaba la frivolidad, la hipocresía y la despiadada razón. También la crueldad, el narcisismo y el maltrato. Simpatía y generosidad impostadas fuera de casa, manipulaciones y abusos de todo tipo en el interior de ella. Un ser frustrado, ególatra y violento. Jamás pidió perdón a nadie por nada. La culpa eran los otros, de los que nunca dijo, una vez cerrada la puerta, nada bueno.

De mí como madre no puedo hablar, uno a sí mismo no sabe (¿no debe?) describirse. Quienes mejor nos describen son los demás, por lo que tendrán que hacerlo mis hijos. No tengo idea del tipo de madre que para ellos soy o qué recuerdo dejaré en ellos. Los quiero, los cuido y hago lo que puedo por guiarlos. Crecen lejos de mi lengua y mi cultura y soy consciente de que ello me empuja a habitar un segundo plano (un plano inclinado) en su crianza. Los primeros años fueron muy duros. Hubo momentos de tremendo cansancio y de aburrimiento fiero y atroz. Llantos, comidas, pañales, viajes, desvelos, esperas. Necesidades básicas que no dejaban espacio para nada más. No poder cultivar la vida interior (intelectual y sensorial), trajo consigo (¡trae aún!) dosis notables de sufrimiento. Ellos lo saben. Van comprendiendo. No somos buenos o malos. Somos complejos.

Los humanos somos la especie en menor peligro de extinción y la que más amenaza nuestro planeta. Reproducirse debe ser una opción, nunca una obligación. No me arrepiento de haber tenido hijos, pero me alegro de que crezcan. Pienso que podría haber sido igualmente feliz sin ellos.

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* Texto  publicado en la revista Las Críticas.

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